Mirador edición de VOZ de la semana del 5 al 11 de mayo de 2010
*Carlos A. Lozano Guillén
Los candidatos presidenciales no han querido demarcarse de la “seguridad democrática” uribista para hacer una propuesta concreta de solución política negociada del largo conflicto colombiano, que no ha podido resolverse por la vía militar como lo ha pretendido la oligarquía en casi 6 décadas de la historia política del país. Los candidatos presidenciales, se aferran a la política guerrerista de Uribe Vélez, fracasada en ocho años de enorme esfuerzo militar con el apoyo de los gringos, con la vana pretensión de ganar votos en un país que algunos analistas creen derechizado.
Como lo dijo el sargento Pablo Emilio Moncayo el día de su liberación por decisión unilateral de la guerrilla, “las FARC son una realidad, están ahí…”. Lo han corroborado los estudios de la Corporación Arco Iris, que reflejan la presencia insurgente en la geografía nacional y la recomposición de sus fuerzas después de los duros golpes que recibió en los últimos ocho años de los dos gobiernos de Álvaro Uribe Vélez. También lo registra el informe del Comité Internacional de la Cruz Roja, conocido hace una semana, que desató la ira de la cancillería y de la Casa de Nariño.
El dilema de la paz para los candidatos presidenciales no es entre solución política o militar. La victoria militar del Estado es lo determinante. De alguna forma excluyen los diálogos de paz, aunque con matices entre ellos. Gustavo Petro, por ejemplo, a quien apoyamos, pero con diferencias en aspectos fundamentales y de distinta interpretación del Ideario de Unidad, cree que deben hacerse las reformas y someter a la guerrilla. Es una variante de “izquierda” de la vieja tesis tradicional de darle duro a los alzados en armas para llevarlos derrotados a la mesa de negociación. En este caso la mesa es para firmar la rendición o la desmovilización. Petro eleva a paradigma el modelo de paz con el M19 y otros grupos guerrilleros que se desmovilizaron en la década de los años noventa del siglo pasado, que suscribieron la desmovilización a cambio de la Constituyente. La Constitución del 91 que estableció los derechos fundamentales y el Estado Social de Derecho a la par de los capítulos sociales y económicos que adoptaron el mercado neoliberal antipopular, no significó una paz general y menos aún profundas reformas políticas y sociales. Es más, lo positivo de esa Carta Política ya no existe. La clase dominante le puso conejo al M19 y al resto de organizaciones desmovilizadas.
La paz negociada implica cambios en la sociedad. Construir un nuevo país sobre bases sólidas democráticas y de justicia social. Tienen que pactarse con los insurgentes y la sociedad colombiana, que debe ser parte activa en los diálogos. Es el vacío que tiene la reciente propuesta de la Iglesia Católica, interesante pero insuficiente.
Los candidatos presidenciales no han querido demarcarse de la “seguridad democrática” uribista para hacer una propuesta concreta de solución política negociada del largo conflicto colombiano, que no ha podido resolverse por la vía militar como lo ha pretendido la oligarquía en casi 6 décadas de la historia política del país. Los candidatos presidenciales, se aferran a la política guerrerista de Uribe Vélez, fracasada en ocho años de enorme esfuerzo militar con el apoyo de los gringos, con la vana pretensión de ganar votos en un país que algunos analistas creen derechizado.
Como lo dijo el sargento Pablo Emilio Moncayo el día de su liberación por decisión unilateral de la guerrilla, “las FARC son una realidad, están ahí…”. Lo han corroborado los estudios de la Corporación Arco Iris, que reflejan la presencia insurgente en la geografía nacional y la recomposición de sus fuerzas después de los duros golpes que recibió en los últimos ocho años de los dos gobiernos de Álvaro Uribe Vélez. También lo registra el informe del Comité Internacional de la Cruz Roja, conocido hace una semana, que desató la ira de la cancillería y de la Casa de Nariño.
El dilema de la paz para los candidatos presidenciales no es entre solución política o militar. La victoria militar del Estado es lo determinante. De alguna forma excluyen los diálogos de paz, aunque con matices entre ellos. Gustavo Petro, por ejemplo, a quien apoyamos, pero con diferencias en aspectos fundamentales y de distinta interpretación del Ideario de Unidad, cree que deben hacerse las reformas y someter a la guerrilla. Es una variante de “izquierda” de la vieja tesis tradicional de darle duro a los alzados en armas para llevarlos derrotados a la mesa de negociación. En este caso la mesa es para firmar la rendición o la desmovilización. Petro eleva a paradigma el modelo de paz con el M19 y otros grupos guerrilleros que se desmovilizaron en la década de los años noventa del siglo pasado, que suscribieron la desmovilización a cambio de la Constituyente. La Constitución del 91 que estableció los derechos fundamentales y el Estado Social de Derecho a la par de los capítulos sociales y económicos que adoptaron el mercado neoliberal antipopular, no significó una paz general y menos aún profundas reformas políticas y sociales. Es más, lo positivo de esa Carta Política ya no existe. La clase dominante le puso conejo al M19 y al resto de organizaciones desmovilizadas.
La paz negociada implica cambios en la sociedad. Construir un nuevo país sobre bases sólidas democráticas y de justicia social. Tienen que pactarse con los insurgentes y la sociedad colombiana, que debe ser parte activa en los diálogos. Es el vacío que tiene la reciente propuesta de la Iglesia Católica, interesante pero insuficiente.
carloslozanogui@etb.net.co
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