La hoguera que nunca se apaga
La Corte y su magistrado auxiliar estrella siguen desafiando a los enemigos de la verdad sobre los vínculos de la mafia paramilitar con el estado
Por María Jimena Duzán
Hay dos formas en que los gobiernos autoritarios intentan amordazar a la justicia, cuando esta no se somete a sus designios: cerrando las Cortes, como lo hizo Fujimori en Perú, o desprestigiándolas a través de la intimidación, como lo viene haciendo sistemáticamente el gobierno del presidente Uribe con la Corte Suprema de Justicia; una campaña que se inició desde cuando este alto tribunal encendió el ventilador de la para-política y vinculó a su primo entrañable, el senador Mario Uribe, y a cerca de 70 congresistas, en su mayoría pertenecientes a la coalición uribista.
En el primer caso, los intentos por amordazar la justicia en Perú resultaron fallidos. Aunque es cierto que la cárcel en que se encuentra Fujimori tiene las comodidades de una Catedral, el ex presidente está siendo juzgado por la justicia de su país. En Colombia, país del Sagrado Corazón –y ahora del Opus Dei–, ha sucedido un milagro similar: la feroz campaña de desprestigio contra la Corte y sus magistrados en lugar de haberla hecho volar en mil pedazos, sepultando para siempre el sambenito de que este es un gobierno que ha sido permisivo con quienes han tenido vínculos con los paras, se le ha convertido a esta administración en una hoguera que nunca se apaga.
Es decir, en un asunto que nunca se finiquita a pesar de que el gobierno siempre lo haya soslayado y minimizado, anteponiendo la amenaza de las Farc, terreno en el que el gobierno ha sido mucho más coherente y exitoso.
Me explico: cuando Uribe desmovilizó a los paras, desoyó olímpicamente las voces de quienes decían que las estructuras de poder de esa mafia habían quedado intactas. Tres años después, las evidencias de que esta mafia sigue vivita y coleando son tan inobjetables, que la tesis joseobduliana de que el paramilitarismo se acabó resulta insostenible hasta para los uribistas pura sangre. Y cuando el gobierno extraditó a los jefes paras sin que estos hubieran sido imputados por la Fiscalía en Justicia y Paz y pensó que había cerrado ese capítulo, se le abrió otro más grande, porque esa extradición encendió las alarmas de la Corte Penal Internacional, que empezó a preguntar en qué quedaban entonces el derecho a la verdad y a la reparación de las víctimas en Colombia.(Eso se deduce de la carta enviada por el presidente de esa Corte al gobierno colombiano, publicada por el Nuevo Siglo).
PUBLICIDAD Lo cierto es que ni la feria de burdos montajes como el de ‘Tasmania’, concebido por familiares del Presidente para horadar la credibilidad del magistrado Iván Velásquez; ni la filtración a los medios de la grabación hecha por la senadora Nancy Patricia Gutiérrez al investigador de la Corte, más propia de las prácticas de la mafia que de una presidenta del Congreso; ni las reiterativas columnas de Mauricio Vargas en las que trata a la Corte y a sus magistrados como corruptos insaciables y amigos de la mafia; ni las frases del Presidente que recogen rumores deshonrosos que no puede probar, han logrado hasta el momento su cometido. La Corte y su magistrado auxiliar estrella siguen al pie del cañón desafiando los enemigos agazapados de la verdad sobre los vínculos de la mafia paramilitar con el Estado.
Ahora bien. El hecho de que la Corte no hayan podido acallarla, no significa que no pueda equivocarse ni que no sea criticable en varios aspectos. Es evidente, por ejemplo, que entre los magistrados de la Sala Penal no están los mejores juristas del país –los mejores se inmolaron en la toma y la retoma del Palacio de Justicia– y que hubiera sido mejor que el magistrado Yesid Ramírez no hubiera recibido relojes de Georgio Sale. Pero decir que se trata de una Corte corrupta y aliada del narcotráfico, como han dicho varios columnistas que se han prestado a la campaña de difamación en su contra, es un exabrupto del tamaño de la Catedral.
Lo que está en juego es la capacidad del Estado para desarticular el poder de una mafia que, lejos de haberse desmoronado, se ha ido incrustando en los círculos de poder; una mafia que opera desde adentro y no desde afuera, como lo hacía Pablo Escobar, y que se está haciendo sentir cada vez más en regiones como Norte de Santander o el Valle del Cauca, por no hablar del resurgimiento de la Oficina de Envigado. Una mafia que puede decretar asesinatos desde dentro del Estado como pudo haber sucedido con el de Álvaro Gómez, ordenado al parecer por un coronel de la Policía que era todo un jefe de la mafia, según se desprende de las revelaciones hechas por SEMANA sobre el testamento de Castaño. Es esa mafia la que está detrás de la para-política y de la campaña contra la Corte. Nada más ni nada menos.
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